Declaración del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, ante el Consejo de Seguridad 541mj
Declaración del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, ante el Consejo de Seguridad 93n4r

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, se dirige al Consejo de Seguridad de la ONU, en Nueva York, el 28 de abril de 2025.
Gracias, Señor Presidente,
Desde hace varios años, el Consejo de Seguridad tiene la amabilidad de invitarme regularmente a compartir mis reflexiones sobre la situación de los refugiados y otras personas de interés de ACNUR en el mundo. Quisiera, agradecerle, señor Presidente, por haberme acogido aquí una vez más – y probablemente por última vez como Alto Comisionado para los Refugiados – bajo los auspicios de la Presidencia sa. Es una práctica útil, consolidada en sus procedimientos, y que le animo a continuar.
Señor Presidente,
Esta es una época de guerra. Es una época de crisis.
De Sudán a Ucrania, del Sahel a Myanmar, de la República Democrática del Congo a Haití, la violencia se ha convertido en la divisa que define nuestra época. Aunque ACNUR no forma parte de la respuesta de las Naciones Unidas en Gaza, la situación de los civiles allí, que pensábamos que no podía empeorar, está alcanzando cada día nuevos niveles de desesperación. Me doy cuenta de que no estoy comunicando a los de este Consejo nada que ya no sepan –lo que en sí mismo merece una censura–, pero desgraciadamente esa es la realidad de nuestro mundo. Un mundo en el que, según el Comité Internacional de la Cruz Roja, hay 120 conflictos en curso. Cada uno de ellos alimentado por el mismo perverso, pero poderoso, engaño: que la paz es para los débiles; que la única forma de acabar con la guerra no es mediante la negociación, sino infligiendo tanto dolor a tus enemigos que sólo les queden dos opciones: rendirse o ser aniquilados.
Y así, cegados por la idea de que sólo la victoria militar total resulte efectiva, no debería sorprendernos que las normas del derecho internacional humanitario, que antaño se respetaban, o cuya observancia al menos formalmente se garantizaba –proteger a los civiles, defender la neutralidad de los operadores humanitarios, permitir que la ayuda más básica llegue a comunidades sitiadas–, se dejen de lado, se desechen tan fácilmente como las miles de vidas destruidas para perseguir la supremacía. Como dijo el Papa Francisco, “toda guerra representa no sólo una derrota de la política, sino también una vergonzosa rendición”. Lamentablemente, él ya no está, pero sus palabras siguen siendo más apremiantes que nunca.
Prevenir y detener la guerra, mantener la paz y la seguridad, este es el mandato del Consejo de Seguridad. Esta es su principal responsabilidad. Y una responsabilidad que –perdonen que lo repita– este órgano ha incumplido de forma crónica.
Pero, por favor, no se resignen a la derrota de la diplomacia. Hoy me dirijo a ustedes una vez más en nombre de los 123 millones de personas desplazadas por la fuerza que se cuentan entre las primeras víctimas de las guerras y son, en muchos sentidos, el síntoma más visible de los conflictos y las persecuciones. Atrapados en situaciones devastadoras, han buscado seguridad, o al menos lo han intentado. Aun así, mantendrán la esperanza de poder retornar de forma segura. Y –estoy seguro– no se resignarán, ni querrán que nosotros lo hagamos.
Como la población de Sudán, un tercio de la cual se ha visto obligada a desplazarse desde el inicio del conflicto, hace dos años. ¡Una de cada tres personas! Obligadas a huir de sus hogares por una situación que francamente es indescriptible: violencia indiscriminada, enfermedades, hambre, atrocidades sexuales generalizadas, inundaciones, sequías.
Un país y una sociedad desgarrados en un contexto en el que se ha abandonado toda pretensión de acatar las normas humanitarias. Estuve en Chad a principios de este mes, en la frontera con Sudán. Conocí a mujeres y niños que acababan de llegar El-Fasher y Zamzam, en la zona de los combates. Me contaron de los horrores, pero sobre todo del miedo. A la población civil de Darfur se le impide con frecuencia huir de las zonas peligrosas. Peor aún, se le ataca deliberadamente: habrán visto los recientes informes sobre los ataques contra civiles en campamentos de desplazados y zonas aledañas, donde la entrega de ayuda no es sólo un reto logístico y de seguridad, como lo es en el resto del país, sino también una pesadilla burocrática inmiscuida de políticas tóxicas. Por eso fue tan significativo que esas mismas familias, al contarme sus historias, señalaran la frontera y dijeran que cruzarla, a pesar de todas las penurias que sabían que iban a sufrir, había significado dejar atrás al menos ese miedo: fue el mejor testimonio de cómo el asilo salva vidas.
A medida que el número de sudaneses desplazados sigue creciendo, las organizaciones humanitarias han dado la voz de alarma sobre el terrible coste humano que eso supone para el pueblo sudanés y para su futuro. Asimismo, advirtieron –como también lo hice en la Conferencia de Londres hace sólo unos días– que las consecuencias de este conflicto ya se han extendido mucho más allá de las fronteras de Sudán, en particular, en países que en conjunto acogen a más de tres millones de refugiados sudaneses, desde Egipto, Etiopía y Uganda hasta la República Centroafricana. Los países más afectados son Chad y Sudán del Sur, que ya se enfrentan a enormes desafíos, independientemente de la afluencia de refugiados, y que, no obstante, han mantenido sus fronteras abiertas a pesar de una financiación humanitaria muy insuficiente: el último llamamiento regional para los refugiados sólo está financiado en un 11%.
Sin embargo, las necesidades son enormes. Las personas refugiadas llegan sin nada y, debido a la reducción de la financiación para la ayuda, reciben una fracción de lo que necesitan, contando lo que las comunidades chadianas en la frontera pueden brindarles. Asimismo, las autoridades de Chad no escatiman esfuerzos. Las leyes y políticas del país en materia de refugiados son de las más progresistas del mundo. Lo que hace falta son recursos para poder seguir acogiendo a los refugiados. No podemos abandonarlos.
Porque, señor Presidente, la decisión de acoger, proteger y ayudar a los refugiados no es algo inintencional, como claramente lo demuestran respuestas mucho menos acogedoras hacia el desplazamiento en países mucho más ricos. Todos los países toman decisiones, y me han oído discrepar de muchas. En este caso, los países que acogen a los refugiados están tomando la decisión correcta. Están cumpliendo con su parte. Nosotros, los humanitarios, estamos en el terreno y también hacemos nuestra parte. Para que también puedan hacer su parte, ustedes necesitan estar más comprometidos y unidos. Cada día que pasa sin que las partes en el conflicto de Sudán se sienten a la mesa de negociaciones empeora la guerra; también la complica: los refugiados ya no hablan sólo de dos partes, sino de una proliferación de milicias locales, vagamente afiliadas a los principales actores, que perpetran violentos abusos.
Esta confusión mortal es una característica de las guerras modernas. Deberíamos haber aprendido las lecciones de las guerras de la República Democrática del Congo o de Afganistán, cuyas consecuencias indirectas siguen sufriendo muchos de este Consejo a día de hoy. Porque si la dinámica actual de impotente resignación y disminución de la ayuda no cambia, no nos hagamos ilusiones: los efectos desestabilizadores de la guerra de Sudán irán en aumento, y eso incluye el desplazamiento de personas. Hoy, ya hay más de 200.000 sudaneses en Libia, muchos de los cuales podrían desplazarse hacia Europa.
Señor Presidente,
También observo con gran preocupación –como seguramente lo hacen ustedes– los últimos acontecimientos en Ucrania, país que he visitado seis veces desde 2022. En enero estuve en Kiev y Sumy, ciudades que han vuelto a sufrir ataques devastadores en los últimos días. Fui testigo del terrible precio que esta guerra sigue cobrándole al pueblo ucraniano, especialmente a los más vulnerables –personas mayores, niñas y niños, familias– cuya resiliencia sigue siendo irable, a pesar de la situación agotadora. ACNUR colabora estrechamente con las autoridades nacionales y los socios locales de la sociedad civil para ayudar a aliviar el sufrimiento y aportar algo de normalidad y esperanza en la vida de las personas.
Pero está claro que, como han dicho muchos, lo que la gente necesita es una paz justa. Mi papel no es indicar lo que eso significa, sino recordar a todos los que participan en los esfuerzos de paz que no deben olvidar la difícil situación de más de 10 millones de ucranianos desplazados, siete millones de los cuales son refugiados. Es crucial seguir planeando su eventual retorno a sus comunidades. Pero no retornarán a menos que puedan encontrar seguridad y protección, a corto y largo plazo; a menos que las sirenas dejen realmente de anunciar ataques inminentes; a menos que tengan a vivienda, servicios y empleos dignos; y a menos que tengan la seguridad de que las condiciones de la paz sean duraderas, tanto para ellos como para su país.
Ese es el cálculo esencial para poner fin a las crisis humanitarias y de refugiados, señor Presidente. Seguridad y autosuficiencia. Y ambas deben transmitir la sensación de ser duraderas.
Las soluciones son difíciles. Requieren compromiso y negociación. No se puede hacer la paz pasivamente o esperar que se produzca por pura inercia. Por eso es aún más importante que cuando surjan oportunidades, incluso inesperadas, estemos dispuestos a aprovecharlas y a asumir riesgos calculados.
Durante los últimos ocho años, por ejemplo, no hubo avances en la respuesta en Myanmar. Los combates entre el Tatmadaw y distintos grupos armados han causado un inmenso sufrimiento y desplazamientos a gran escala en todo el país y la región, una situación agravada por el terrible terremoto que sacudió el país hace un mes. La difícil situación de la minoría rohingya, en particular, se ha agravado aún más. Los combates en el estado de Rakhine con el Ejército de Arakan han sido especialmente cruentos: 1,2 millones de rohingya son refugiados hoy en día, la mayoría en Bangladesh, en los campamentos de Cox’s Bazaar.
Debemos dar las gracias a Bangladesh y a su pueblo por haberles proporcionado refugio durante años. Pero los refugiados rohingya languidecen en los campamentos, sin trabajo, privados de una participación activa, totalmente dependientes de una ayuda humanitaria cada vez más precaria. La mitad de la población refugiada tiene menos de 18 años. Parafraseando al Dr. Yunus, jefe de gobierno interino, están desconectados de las oportunidades pero conectados al mundo a través de Internet. ¿No es de extrañar que muchos se sientan obligados a embarcarse en peligrosos viajes por mar en busca de oportunidades? ¿O que quienes buscan reclutar combatientes encuentren un terreno fértil?
Pero ahora existe la oportunidad de romper esta peligrosa inercia. El gobierno interino de Bangladesh ha optado por colaborar con las partes en conflicto en el estado de Rakhine para buscar una solución allá, donde tiene que encontrarse. Muchos dirán inmediatamente que esa solución es hoy imposible por todas las razones que conocemos: se ha derramado demasiada sangre, continúa la discriminación y hay demasiados intereses contrapuestos que conciliar. Muchos dirán que nunca se abordarán eficazmente las causas profundas, y puede que así sea.
Pero llevamos ocho años de estancamiento con respecto a la situación de los rohingya: es un callejón sin salida. Desde la perspectiva de la búsqueda de soluciones a la difícil situación de los rohingya, y con el fin de empezar a recrear las condiciones para el retorno de los refugiados, el diálogo con todas las partes es un primer paso fundamental para que las agencias humanitarias, como ACNUR, puedan restablecer su presencia y reanudar la prestación de la ayuda humanitaria que tanto se necesita, de forma segura y libre. Esto, a su vez, sentaría las bases para reanudar las conversaciones sobre el eventual retorno de los desplazados rohingya – permítanme resaltarlo: voluntario, y en condiciones seguras y dignas–, una vez que la situación de seguridad en Rakhine lo permita, y que también podría ser el punto de partida para establecer otros derechos legales. Es una posibilidad remota, sin duda, pero les insto a que piensen en perspectiva futura y estén dispuestos a asumir algunos riesgos. Espero que el Consejo siga centrándose firmemente en la situación de Myanmar, incluida la difícil situación de los rohingya, y espero con impaciencia la conferencia prevista para septiembre aquí en Nueva York.
Señor Presidente,
Otros posibles puntos de inflexión son visibles, literalmente, incluso desde aquí. El viernes se izó en las Naciones Unidas la nueva bandera de Siria, ¡qué símbolo tan poderoso para todos los sirios! Y ahí tenemos otra crisis humanitaria y de desplazados de larga duración para la que ahora puede alcanzarse una solución inesperada. Pero, para conseguirlo, todos ustedes deben dar prioridad al pueblo sirio por encima de las políticas de siempre, algunas de las cuales están francamente obsoletas. Eso también implica asumir riesgos calculados. Por supuesto, no podemos ser ingenuos, quedan muchos retos por delante; ya oyeron al Ministro Shaibani describirlos aquí el viernes. Es imposible superar en unos meses la devastación causada por 14 años de guerra. Pero, por primera vez en décadas, hay una chispa de esperanza, también para los millones de sirios que siguen desplazados hoy, 4,5 millones de ellos refugiados en países vecinos.
Desde el 8 de diciembre, esas cifras han ido disminuyendo, lenta pero constantemente, a medida que aumentan los retornos de los desplazados internos sirios. Observamos un aumento de los retornos también desde Jordania, Líbano y Turquía. Calculamos que más de un millón de personas (¡un millón de personas!) ya han regresado y, a tenor de lo que muestran las encuestas recientes, es posible que les sigan muchas más.
Que estas personas se queden en Siria o que, trágicamente, vuelvan a desplazarse (incluso a Europa y a lugares más lejanos) depende, por supuesto, de las autoridades, pero también –y mucho– de los riesgos que ustedes quieran asumir. Aliviar las sanciones, apoyar seriamente la recuperación temprana, estimular la inversión del sector privado y otros: en una palabra, crear las condiciones para que los elementos básicos de una vida digna –seguridad, agua, electricidad, educación, oportunidades económicas– estén a disposición del pueblo sirio cuando empiece a reconstruir sus comunidades. Para minimizar los riesgos enfrentados por los sirios que retornan, les pido que ustedes también asuman algunos riesgos: políticos y económicos. Y sí, eso también se debe traducir en una ayuda humanitaria sostenida y más significativa, que en este momento, como lo vemos por doquier, está disminuyendo drásticamente.
Señor Presidente,
Antes de concluir, sería negligente por mi parte no llamar la atención del Consejo sobre la crítica situación de la financiación de la ayuda. En el preciso momento en que hay esperanzas de avanzar por fin hacia soluciones a varias crisis de desplazamiento –no solo en Siria, sino también en Burundi o en la República Centroafricana–, vemos un repliegue de la ayuda, del multilateralismo, incluso de la asistencia para salvar vidas. Oímos hablar de dar prioridad a los intereses nacionales, de aumentar el gasto en defensa, todas ellas preocupaciones válidas, por supuesto, y legítimos objetivos de los Estados. Pero no son incompatibles con la ayuda, sino todo lo contrario.
Y así, me encuentro repitiendo una y otra vez el mismo argumento, intentando convencer a los países donantes de una realidad que todos podemos ver claramente: que la ayuda es estabilidad. Congelar o recortar los presupuestos de ayuda ya está teniendo consecuencias fatales para millones de vidas. Significa, entre otras muchas cosas, abandonar a su suerte a las personas desplazadas; quitar apoyo a países de acogida a veces muy frágiles; y, en última instancia, socavar la estabilidad de todos ustedes.
Y el multilateralismo, de hecho –incluida la ayuda multilateral– contribuye a esa misma estabilidad y sigue siendo indispensable para encontrar soluciones a las crisis, incluidos los desplazamientos forzados. Puede que suene anacrónico, señor Presidente, pero después de más de 40 años como humanitario, y casi 10 años en mi trabajo actual, sigo creyendo que sólo sentándose a la misma mesa se pueden escuchar todas las voces: las fuertes y las menos fuertes. Y quienes sienten que el multilateralismo es sofocante, lento y alejado de sus prioridades, espero que se den cuenta de que abandonar la discusión no significa que esta vaya a terminar. No lo hará, pero no tendrá la misma eficacia ni la misma fuerza. Necesitamos que todos participen.
Las personas refugiadas ofrecen uno de los mejores ejemplos de esta tarea común. Porque si miran en esta sala, verán, como yo, que en algún momento el desplazamiento forzado ha preocupado a todos los del Consejo de Seguridad, de una forma u otra. La lucha por la libertad; la lucha contra la opresión; la necesidad de abandonar el propio hogar a causa de la guerra, la violencia y la persecución; el refugio concedido a quienes se ven obligados a huir: estos temas están entramados en la historia de sus países; se entrelazan de formas complejas y únicas con sus tradiciones y valores. Ustedes han sido refugiados. Ustedes han acogido a quienes buscaban refugio.
Ahora se sientan a esta mesa con la responsabilidad de poner fin a la guerra, de traer la paz. Y deben lograrlo.
No sólo se lo deben a todos las personas desplazadas que cuentan con ustedes.
También se lo deben a ustedes mismos.
Muchas gracias.